Estaba Teresa de Jesús ante una imagen de “Cristo muy llagado, tan devota, que en mirándole, toda me turbó al pensar en lo mal que yo había correspondido a lo que Él había pasado por nosotros, y de tal modo lo sentí, que derramé abundantísimas lágrimas y me arrojé cabe Él, y me parecía que se me rompía el corazón suplicándole que ya nunca más pudiera ofenderle”.

Así nos describe la Santa de Ávila el momento crucial de su entrega al amor de Jesús. Era cristiana desde niña, y monja desde hacía tiempo, pero es ahora, ante una imagen de Cristo en su Pasión, cuando se le conmueve el corazón y decide nunca más ofenderle.

Estamos celebrando el quinto centenario de esta mujer universal, pieza clave de la mística católica. Llama la atención que la que llegó a un grado tan alto en la contemplación de Dios, con sus extraordinarios éxtasis, tenga la profunda experiencia de fe que ella misma describe en el primer párrafo, ante una imagen de madera.

Seguimos a Dios encarnado, Dios que se hace humano, de carne y hueso. Por eso la fe cristiana siempre se ha expresado físicamente. Desde que Dios tiene rostro humano, podemos representarlo. Así lo “vemos” cercano, no sólo lo suponemos.

Las imágenes, por tanto, entran dentro de nuestra relación con Cristo. Debemos “usarlas” bien. Aunque son de madera o escayola, no son como los muebles de nuestra casa o una figura decorativa; representan lo más sagrado y están bendecidas. Tampoco podemos caer en el otro extremo y quedarnos en la imagen sin tener relación con Aquél a quien representa. Un ejemplo: la foto de mi madre. Es imagen de ella, así que la cuido, la miro y espero que todos la respeten. Pero yo sé que es sólo una imagen, no mi madre.

¿Sabemos mirar las imágenes sagradas? En profundidad. Mirando más allá de lo externo. Buscando el rostro invisible de Dios que se hizo visible en Jesús. Y a la vez sin confundirlas con la Persona representada.

Hacer silencio y oración ante nuestro Cristo de la Humildad o ante la imagen de su Madre, la Caridad, es saber mirar. Y saber mirar es saber amar. Será entonces cuando caigamos a sus pies, como Santa Teresa, agradezcamos su amor y prometamos sinceramente vivir según sus planes, como a Él le gusta, dejando lo que le desagrada, creciendo en virtud, abandonando el pecado.

Hay que ser de piedra para no amar apasionadamente a Quien se puso la corona de espinas, mereciéndola tú y no él, al que tiene la espalda rota, siendo inocente, para que la tuya esté intacta, aun siendo pecador. Hay que tener el corazón duro para no conmoverse ante las lágrimas de la Caridad, ante su mirada de ternura a ti, verdugo de su Hijo amado.

Pidamos al Señor la gracia de cambiar de una vez, de no jugar más con Él, de vivir según su voluntad. Pidamos que al igual que a Teresa de Jesús le transformó el corazón ante la imagen de un Cristo llagado y coronado de espinas, toque también nuestro interior de manera permanente.

Rvdo. Jesús Joaquín Corredor